.Haciéndole el amor a la bestia



Me desperté, o no; no lo sé. Ni siquiera tengo claro si me llegué a quedar dormido en algún momento, pero bueno, estas cosas pasan. El caso es que abrí los ojos y deduje (o más bien me malconvencí de) que entonces, a partir de ahí, desde ese preciso instante, estaba despierto.


De todas formas era raro. La ventana estaba cerrada y hacía viento, y al mirar al cielo estaba morado y tejido de nubes asfixiando cada rayo de sol que osase pensar en alzarse luminoso aquella mañana de septiembre en lunes, de después de lunes, de después de dos domingos sin misa, ni vestido, ni pelo engominado, ni mofletes, ni mantilla, ni cocido en familia; cuando era mentira, ya que era julio, aunque no se pudiera saber. ¡Ni siquiera se habían inventado los calendarios! No podía ser, no no no no, porque todos sabemos que antes de eso se inventó la rueda y esa mañana los coches iban volando.

Era tan raro que al hacer el café me entró modorra, y recién hecho estaba tan dulce que tuve que echarle sal y comino para hacer un poco menos llevadera la travesía de mi mundo imaginario y absurdo a la realidad, casi más absurda, que, supuse, me esperaba en alguna parte. Y cogí el coche dispuesto a surcar todas las esquinas de aquí a la montaña donde enterré todos los recuerdos de mi infancia, porque joder. Y tenía la música puesta, y no sonaba; y también hacía viento... sin las ventanillas bajadas.

Pasado un rato me di cuenta de que estaba tardando una hora más de lo normal en vivir los 20 minutos de siempre, y sí, era raro; pero a estas alturas ya nada me sorprendía demasiado. Me tomé otro café (y este sí que sabía salado) y corrí a la cueva a sacar a la bestia de su letargo; respiraba más fuerte que de costumbre y parecía que quería decirme algo. Nos saludamos como siempre, nos amamos como nunca y con el sabor de la sangre todo tomó un tinte bizarro, valiente, casi sexual.

La sentía presente, caliente y ferrosa, bien atrás en la lengua, y ante el tacto extraño al pegarse en mi espalda con mi propio sudor, la consciencia de tirantez de mí mismo bien hundido tomaba otro color totalmente diferente: el de la sangre al volverse cobre mientras muere ambiciosa en el ambiente después de creerse que iba a hacer algo diferente, como... asustarme, o algo así; pero no.

Y estaba cómodo, y la angustia de no saber si seguía soñando ya me daba igual, porque me sentía tan bello haciéndole el amor a la bestia que solo podía ser real.

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