.Katmandú



Era una de esas noches de lunes en las que uno lo único que quiere es encontrar una esquina para caerse muerto. Por vicisitudes vitales que no terminan de venir a cuento, mis últimas 12 horas habían sido un compendio de prisas, risas, sorpresas, citas con la burocracia, paseos con dolor de pies y café. Llevaba todo el día con camisa y del lío que me traía encima hasta se me había olvidado comer, pero ya todo me daba lo mismo; al día le quedaban horas y yo me las iba a vivir todas. Ya cenaría después.

Después del megafail de Drive, la mujer hermosa y yo decidimos darle otra oportunidad al séptimo arte y volver a hacer equipo a ver si lo nuestro era mala puntería, gafe o que de guapos que somos quitamos valor a cualquier otra cosa que se nos ponga delante. ¿La víctima? Katmandú, la última de Icíar Bollaín. Manos al celuloide...

Yo soy de esos tipos inquietos a los que le cuesta mantener la vista fija en un punto durante más de 20 minutos (¿yo? ¿Engancharme a series? ¡JA!) y con películas largas (como era el caso) a los 45 minutos tiendo a notar un cierto cosquilleo de impaciencia en el trasero que tiende a arruinarme los finales. Pues bueno, aquí cuando llegó el final yo seguía en pose pachorra mimetizado con la butaca. ¿Buen hacer de la directora o hipoglucemia? Yo me decanto por la primera. Os cuento por qué.

La vida, de simple es bella. Estamos demasiado acostumbrados a las emociones fuertes de Hollywood y los cuentos de hadas de Disney y me parece que la humanidad padece de expectativitis crónica. ¿Príncipes azules? ¿Grandes primeras citas? ¿Perfectos finales con fuegos artificiales? ¡Pues claro! ¡Eso nos llevan vendiendo desde que tenemos uso de razón! ¿Y al final que tenemos? Sapos verdes, grandes primeras decepciones y silenciosas retiradas in extremis por la puerta de atrás. Y lágrimas. Sobre todo lágrimas.

¿Y a qué viene tanta chapa intensa? Pues viene a que Katmandú es como la vida: de simple es bella. Bellísima. No esperes príncipes azules, enrevesadas historias de amor imposible ni grandes finales arreglados in extremis por la magia del destino. Espera crudeza, vida, gente, sentimientos a flor de piel, vidas echadas a perder, injusticia, impotencia, miedo, decepciones, amor y lágrimas. Sobre todo lágrimas. Lágrimas por lo que es, por lo que ves, porque eso es lo que pasa y porque, pase lo que pase y aunque parezca que no haya esperanza, siempre hay almas fuertes; siempre quedará la magia.

Entonces lloras. Lloras por darte cuenta de que, aunque no lo quieras ver, hay espejos en todas partes para recordarte que eres más guapo de lo que crees y que nada es tan malo como parece, porque mientras tengas voluntad para levantarte, mundo para cambiar y vida para consagrar, podrás seguir adelante.

Y entonces me acordé de que a mí como más me gusta la vida es con legañas, recién levantada, sin maquillaje y sonriendo despeinada.

Ese día volví a aprender a ver lo extraordinario de las pequeñas cosas, y me he dado cuenta hoy, tres semanas después. Quería caerme muerto y al final reviví más de lo que podía imaginarme. ¿Simple? Vivo. Bello. Esta vez la película nos gustó, y demostramos que lo nuestro no es gafe, sino mala puntería (aunque lo de guapos me lo sigo planteando). Además nos volvimos a casa con buen sabor de boca.

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