.Demasiado vivo




Pongamos que es viernes, que estamos en París, que voy de verde y que tengo los ojos azules. Se han fundido las estrellas y los gatos maullan al ritmo de mis pasos (pero sólo por simpatía con mis tacones), por lo que bailar al son es más que necesario, y la verdad, pensándolo bien... ¿Hace cuanto que no me vuelvo loca?

Dejo los tacones de un salto causando el mismo efecto que un vinilo descarriado, y como estaban en lo mejor del tango, los susodichos me miran indignados y deciden darme celos dejándose ronronear por los mininos. Yo les doy una palmadita y les pido que se porten bien mientras voy a buscar alguna de las grandes frases que dejé colgadas de las farolas del centro. Eso y que no se dejen morder.

Me doy prisa, que tengo siete vidas pero solo una noche para volver a donde me dejé las gotas de la inocencia, de cuando era sabia por la virtud de no temerle al no saber y ser valiente sin necesidad de recompensas. Me siento dueña de cada baldosa que piso mientras camino de vuelta de todas partes, recortando metros hacia cualquier lugar, en honor a no estarme quieta. Suelto las alegrías, agito las penas, me olvido de que hay un suelo, salto, salto todo lo que puedo y me siento mejor, con más cielo corriendo por mis venas.

Pasan las horas flotando y con el amanecer voy notando como el cuerpo me pesa y los párpados luchan por encontrarse una última vez antes del próximo paso, sin malicia, pero sin querer. Vuelvo a la esquina donde las estrellas estaban sin vida y veo a mis zapatos, puestos en los gatos, dándome la bienvenida con miradas de reproche.

Que me miren, que se rían de mí, que me llamen lo que sea o que no les guste.

Cuando se está demasiado vivo no se puede ser correcto.


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