.De gota en gota

  Decía que le daban miedo las tormentas, y por eso me la llevé a la habitación más oscura de la casa a acurrucarnos entre las esquinas mientras todo se calmaba fuera. Tenía los ojos muy abiertos y muy asustados, y todo lo que se veía eran recuerdos de formas bailando con la estela que dejaban tras de sí los relámpagos y un temblor en sus pupilas, que no dejaban de brillar, reflejando los fantasmas en los que desde niña creía.

  Me apretó con sus manitas, se acercó un poco más, y en ese momento, sin darme cuenta, empecé a respirar al mismo ritmo que ella para no molestarla. Cogí sus latidos de la mano y los coloqué cerca de los míos para que, poco a poco, se fuesen acompasando. Vestí sus miedos con los trajes de sus muñecas y le acaricié el pelo mientras descansaba su cabeza entre mi clavícula y mi pecho y me susurraba que cuando fuera mayor no tendría miedo.
  Más tarde me desperté con los chismorreos de la luna en cuarto creciente (estaba poniendo al día a los gatos de la barriada después de sus cortas vacaciones) y estaba solo otra vez, se había ido como siempre. ¿Dónde estará? La última vez se pasó una temporada larga pululando entre mis cejas, pero desde siempre, donde más disfruta escondiéndose es tras el lóbulo de la oreja derecha.
  Así es mi angelito de la guarda, que la pobre es tan inocente que la tengo que abrazar cada vez que llueve. Pero que no os engañe, al final siempre terminamos de gota en gota saltando, con los brazos abiertos y los ojos cerrados. Porque si no se puede volar, que no se diga que no lo intentamos.

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