.Diálogos con mi pleura

  ¿Quieres llamar la atención? Yo quiero conocerte. ¿Cómo estás? ¿Qué sientes? Algo me quieres decir, eso es seguro. Si no, no te habrías molestado en abrirte de par en par, dejar que corriese el aire y pisar el freno, ahora que estaba cogiendo carrerilla para saltar… Así que hablemos. Tú no me entiendes, yo no te entiendo, pero somos adultos y será mejor que hagamos un esfuerzo. Tú hazme sentir, que yo voy traduciendo.
  Eres… eres púrpura, te deslizas; chiquita y con forma de lámina burbujeante. Te toco y te dejas caer entre mis dedos, dejando un recuerdo viscoso que perdura con el tiempo. No estás fría, pero así te siento, como meter los dedos en la gelatina que lleva horas en la mesa de la cocina. Pero sin brillo. Un reflejo mate que vive a oscuras a expensas de dormirse mecida por el vaivén de mi respiración.
  Pero ahora dueles. Eres de ese amarillo tirando a naranja que tienen las yemas de huevo cuando se pasan. De la misma forma jaspeada que las paredes de mi última semana y tan veloces que por poco puedo veros. Frías como el hielo y de la textura del amianto. Me atravesáis y me falta tiempo para discernir lo que siento, quedando al final sólo la sensación del aire pasando por vuestro recuerdo.
  Y vuelves a doler. Ahora un poco menos. Como un sol recién implotado, con ese rojo que sólo puedes ver cuando te metes dentro de otro ser humano. De lejos, pequeña, de cerca, invisible. Dejarla flotar entre tus manos, acariciarla y ver que en realidad casi no existe. Acariciarle las plumas de fuego con la yema de los dedos y sentir ese calor de edredón de las mañanas de invierno. Seguir hurgando, cada vez un poco más dentro, hasta que te ves sumergido en su repentina inmensidad y puedes atisbar su centro, aferrarte a ello y soltarlo sin saber si era por frío, por calor o por puro miedo.
  Y te vas, y te arrullo, y dormimos. Y vienes, y me das un beso, y vuelves a cerrarte en mi pecho.


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