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  El sol estaba a punto de salir, y él lo sabía. Lo sabía y aún así cerraba los ojos con fuerza, como quien hurga con saña dentro del yogur porque se olvidó de disfrutar como era debido la última cucharada. Así hurgaba con saña entre la neblina del despertar a ver si encontraba el hueco por el que había salido de aquel prematuro sueño. 
  Por algún motivo tenía la sensación de que más le valía quedarse retozando con la almohada inventando el final de aquella historia que salir a desenvolver el martes que le esperaba al otro lado de la puerta. Pero por más que apretaba, los ojos se le terminaban abriendo en un acto involuntario de desconocida responsabilidad, y el tamborileo nervioso del tictac de su reloj le recordaba que, por mucho que se empeñase en esconderse bajo el edredón, el amanecer no iba a esperarle.
  Le habría gustado verse inmerso en una de esas historias en las que el protagonista se despertaba y se había transformado en algo completamente distinto sin saber cómo. Algo anodino, carente de responsabilidad, como el perro patada de una señora mayor, el gato negro de un bohemio de Lavapiés, una vaca en la India, un pulpo en un garaje o una lagartija en un chalet. Eso, o tener un botón de fast forward grande, acolchado y de color morado, para lanzarse sobre él y echar las horas mullidito mientras el tiempo despacha el día sin preguntarle qué hora es.
  Y es que no le gustaban nada, nada los martes.

  (...)


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