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  El segundo sueño fue el más extraño. También fue el último. Dicen que no hay dos sin tres, pero Jota nunca vivió preso del refranero y para él, no saber dónde están las barreras siempre fue la mejor forma de no toparse nunca con ellas.

  Era luna llena, el ritual de Zeta estaba en su mejor momento, pero de repente, en mitad de un parpadeo, vino un olor que removió con descaro la conciencia de Jota. Ya no eran recuerdos, ya no eran certezas. Era vivir de nuevo escenarios y emociones, era recomponer a golpe de olfato los trozos que le quedaban de una vida muerta.
  Ya no sabía si soñaba o evocaba, pero la dismorfia del paisaje le atenazaba tan hondo que volver para descubrirlo habría sido un suicidio muy poco elegante. Era una habitación y estaba sentado al borde de una mesa vestida con un hule blanco. De poco en poco la mesa se iba alargando, y el tacto de sus pies con el suelo iba dejando paso a un vértigo vomitivo con regusto a sangre seca que le empujaba hacia el abismo. De un revés intentó sujetarse, pero sus manos se desprendían del terreno, como quien trata de aferrarse al musgo seco, y sus piernas pateaban impotentes el aire al tiempo que de sus garganta sólo salía un silencio que a duras penas acallaba el zumbido que le rodeaba.
  Caía. Y por el camino, entre vuelta y vuelta atisbaba una espiral de imágenes en sepia: una película gastada de risas, humo, vasos de todas las formas y colores y un suelo regado de tacones sin dueño. Y una alfombra repleta de surcos de cigarrillos consumidos por el tiempo en que dos miradas se atraviesan, leyéndose mutuamente el pensamiento para fundirse a negro una vez se convencieron de que la telepatía se vive mejor a oscuras y a golpe de besos.
  Y justo antes de caer, un rayo de luz del amanecer refractado por las gotas de río que cada mañana vio nacer al sol entre niebla y frío.
  Fundirse en la disgregación para agitarse muy muy dentro, chocar y agitarse muy muy fuera.
  Y morir entre los rayos de un atardecer refractados por las lágrimas que, en un rincón de las mejillas de Ella, condensaban toda la vida que nunca jamás iba a ver.
  Jota aprendió a soñar sólo si su realidad le custodiaba. Hizo de los días transiciones entre noches, y entre noches tejió un universo nuevo de vigilias donde, poco a poco, recomponía trazo a trazo la curva de sus ojos, su nariz y su sonrisa.


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