.IV

  Era de noche, y como todas las noches tras cerrar los ojos, Jota despertaba lejos de todas partes. Mudaba color y contraste, y entraba poco a poco en una niebla cuya espesura sólo era comparable a su claridad.
  Los sueños eran fugaces.

  El primero era indescriptible. Sólo sentía que sentía. Era como si le hubiesen privado de toda capacidad, salvo recordar, y su mente se agitaba entre espasmos de lo que en otro mundo fueron gestos, sonidos o miradas. Traducía en el idioma de lo eterno todas las vivencias de las que un día fue parte. Pero sin saberlo, sin pretenderlo, sin poseerlo.
  Los amagos oníricos de sus falanges devolvían a la vida a esos instantes por los que en algún momento su vida cobró sentido.
  A todos. Al mismo tiempo.
  Como un clímax tan inmenso que la única forma de hacerlo perdurar eternamente es matarlo casi antes de nacer. Porque llenarse de ello sería colmar nuestro pecho de tantos anhelos, cumplidos y por cumplir... Y no podríamos hacer más que caer inertes, muertos, después de ser parte de todo lo bello del universo en un instante en el que tocamos el cielo con la punta de los dedos.
  En otra vida Jota sabía cómo despertarlo y cómo domarlo. Cómo rodearse de su halo y saborear gustoso, bocado a bocado, el manjar de los sueños que algunos dejaron eternamente en el tiempo colgados. En otra vida mudaba color y contraste, suspiraba y se volvía etéreo, y dejaba a su cuerpo quieto, como durmiendo, en equilibrio, colgando de un hilo y meciéndose al viento.
  Al despertar lloraba por haber perdido en alguna parte todos los recuerdos que le hicieron ser él y cerraba los ojos ansiando arrancarle al amanecer alguna brizna de cordura para soportar otro día lejos de sí mismo.
  Así fue cómo Jota empezó a recordar.

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