.III

  Ella, era ella. Para él no tenía nombre. Era, simplemente, Ella. Le gustaba el juego. Desde aquella mañana en que Jota la vio aparecer por el zoco y le preguntó a un mercader.
  -¿Quién es ella? – Le dijo.
  Ésta lo escuchó y sin pensarlo siquiera, impulsiva como era ella, se acercó desafiante y picarona.
  -Yo soy Ella. ¡Encantada!
  Desde entonces cada día se veían. Como por casualidad y sin querer (evitarlo). Jugaban al escondite con las miradas y al pilla-pilla rozándose de pasada entre la multitud. Se convertían en espías y se mandaban mensajes sólo para ellos cuando hablaban con otros y se sabían escuchados. Buscaban su rastro y lo seguían hasta los confines del atardecer para encontrarse sin aliento detrás de alguna esquina. Y al llegar la noche, como en una reverencia celestial, se despedían sabedores de que las siguientes horas habrían de verse en otro plano astral, donde la vida sin amagos encubiertos era más posible.
  Desde aquel día, Jota le cantaba a las estrellas qué cuentos se contaron de día, y al sol que amanece qué vidas vivieron en sueños en sus horas de fantasía. Desde aquel día, Jota era un actor haciendo de sí mismo interpretando su mejor papel y Ella la excusa para inventar nuevos guiones cada noche para improvisar en vida.
  Desde aquel día el tiempo era un regalo y la vida un juguete sin instrucciones.

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