.II


  Se llamaba Zeta. La verdad es que le venía al pelo. Toda su vida llevaba contoneándose con el mismo patrón de zigzag llevándose al resto por delante en su eterno baile, y el caso es que a la gente le encantaba. Era una de esas presencias agradables, pero no imprescindibles que le ponían la guinda a un día perfecto o te levantaban uno muerto. Siempre era bueno encontrarse con Zeta por la calle o donde fuera, porque, de alguna forma, esos momentos coincidían con los zarandeos vitales de las jornadas. Un tipo curioso este Zeta…
  Con razón las lunas eran tan esperadas.
  Zeta se ponía entre dos dunas (o tres), sacaba vasos y vino y se servía. Cada personaje que apareciese por allí era convidado a un trago y charla con, para, entre o a través de los demás y así transcurría el rato hasta que la luna sonreía desde lo más alto y le guiñaba un ojo al maestro. En ese momento comenzaba la danza.
  Se agarraban de las manos en corro, cerraban los ojos y se dejaban guiar. Se movían sin música, pero se movían al compás. A veces se soltaban y, al vuelo, volvían a alcanzar otra mano que serpentease por el cielo, giraban, se retorcían, caían al suelo y por la arena se revolvían. Dependía del día, de la noche, de los olores de la plaza, de las ropas que llevaban y de los deseos del subconsciente, pero siempre terminaban todos emparejados con alguna parte muda de su alma. La fuerza era tal que no había dos noches con los mismos bailarines. Cada velada aparecían viajantes de otras partes del mundo y se juntaban en la danza del caos para luego no volver jamás.
  Zeta se llamaba a sí mismo un “pastor de magia”. Se ocupaba de captar las auras de sus invitados y de tejerlas en un manto que cubriese la fiesta (no literalmente, claro). Era todo un proceso minucioso donde el joven ponía cada gramo de vida que llevaba colgando de su collar de semillas y el que nadie se percataba.
  Salvo Jota.
  Cada luna aparecía entre las dunas y se quedaba embelesado mirando todo el proceso, preso de la magia que emana cada hombre cuando está volcado a su pasión, sacando en crudo al viento todo su ser. Después de tanto tiempo casi podía ver los colores saliendo de los lóbulos de las orejas de los presentes y a Zeta desenmarañándolos a golpe de brindis, aunque tal vez sólo fuese efecto del embrujo que le llevaba a aquella zona cada luna.


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