.Lienzos grises

  Las cosas estaban descolocadas. No sabía por qué, pero me daba la sensación de que algo fallaba, de que había un equilibrio demasiado precario entre el lóbulo de mi oreja y mis ideas. Simplemente lo sabía.
  Faltaba un 'clac', un bofetón, un despertar. El típico movimiento brusco que asusta, que crees que te va a llevar de bruces contra alguna pared (bastante dura) que algún espabilao habría puesto justo justo entre ti y lo que tenías delante (o detrás).
  Enfundado en mis mas raídos pantalones de pintor (de esos con goterones de todos los colores que pueblan las grandes ideas) y con un bigote francés fino, negro y arremolinado por los bordes, me pongo a pintar.
  Me gustan los lienzos grises. Son agradecidos y realzan cualquier tono que les pongas por encima (o por debajo), me templan la desesperanza de las 5 de la tarde de los domingos y tienen ese 'algo' que me hace imaginar con la misma convicción que tienes al recordar vidas pasadas.
  Son signo de calma, de quietud, del standby donde todo puede pasar si estás convencido de seguir, del refugio donde escondo la luna nueva de mis ilusiones, de mis vicios, de mis caprichos, de mis canciones...
  Pintar sobre lienzos grises sólo se puede hacer si no hay tiempo que rija las pinceladas. Tal vez sea el precio morir por unas horas que parezcan una eternidad, para resucitar danzando, cantar al cielo y mecerse en lo sinuoso del salivar por un caramelo.

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