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  No recuerdo el lugar, ni el mes, ni el año. Pero el sol se escondía y el encantador de serpientes empezó a hilar notas en una viscosa melodía.
  En un momento el cielo se cubrió de naranja y violeta y los perros, aletargados, empezaron a dar vueltas a su alrededor...
  Jota observaba la escena desde una distancia prudencial. Desde que había llegado a aquel lugar no había atardecer que no se acercase a La Barriada a ver al viejo encantador hacer de las suyas. "Ese tipo es un genio", se repetía. El anciano truhán sabía lo que la gente quería ver. Sabía que la gente le quería ver y no se esforzaba lo más mínimo en ocultarlo. Cada vez que Jota le sacaba el tema, el encantador sonreía sin pudor en una mueca de orgullo pedante y dejaba bailar sin mesura a su mellada dentadura.
  A Jota aquella escena le recordaba a su viejo piano de pared. La verdad es que lo echaba de menos. Hacía demasiado tiempo que había llegado a aquel lugar y desde que puso un pie en la ciudad, todo lo que había sido se esfumó entre las dunas. Pasó una temporada en la que le venían pequeños destellos de su vida pasada, como ensoñaciones, y aún no había conseguido formarse una idea clara de qué o quién había sido hasta entonces. Todo su recuerdo era como un puzzle medio hacer en la mesa de la cocina, con una colilla consumiéndose en el cenicero de al lado (porque en la mesa de su cocina siempre había un cenicero lleno, al igual que en su salón había un piano de pared y en su cuarto un balcón que daba al río).
  Pero ya estaba bien de dar vueltas por su fuero interno. Aquella noche había luna llena y no podía perder el tiempo.
  Era noche de rituales.

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